La clave está en el nombre
Helen Umaña
El título El Génesis en Santa Cariba implica el cronotopo central alrededor del cual Julio Escoto (San Pedro Sula, 1944) estructura el planteamiento global de su novela: Santa Cariba, la isla edénica y adánica que gesta las claves de su existencia con el propósito de ingresar —civilización mediante— a un estatus sociohistórico privilegiado que, en última instancia, colinda con la utopía. Un «cronos» que se niega a sí mismo, ya que en la isla primigenia no existe el reloj (planear su construcción es un leitmotiv que atraviesa todo el texto). Un «topos» en donde la naturaleza, para ser semantizada en consonancia con su feracidad, demanda un aluvión verbal de refinado sibaritismo lingüístico. Un espacio y un tiempo que no son entidades disociadas. Que se interpenetran y se necesitan mutuamente porque, de su relación, surge el entretejido global de las peripecias que en ella ocurren. De esa fusión depende, pues, el uso lingüístico que privilegia el autor: un barroquismo exacerbado y deslumbrante en donde predomina la metáfora, vehículo formal que, en cascada, es capaz de traducir el desborde geográfico y humano que prima en el Caribe, «monstruoso zoo del planeta, magma escénico y perol de razas, cigoto (…) de la humanidad» (123), en donde se gestan nuevos pueblos y nuevas entidades culturales. Los dos puntales estructurales (tiempo y espacio) sobre los cuales descansa el tratamiento de temas, personajes y acciones, se visualizan a través de pormenorizados detalles:
«Cariba lucía entonces un prodigioso chal de aroma a guayaba y exhalaba un penetrante aliento a infusión de anona, cuyas mónadas ingresaban a la nariz y anidaban en la cabeza volviendo a hombres y mujeres gran árbol de ramas que se buscaban, perseguían y enlazaban como si sus raíces pulpares fueran una sola congestión verbal. Pájaros de vuelos insospechados picoteaban los huertos y la imaginación haciendo del universo una maravilla inconclusa, gran tapiz, retablo feraz donde bastaba querer concebir para salir preñado. Sobre los escasos bosques dejados en pie por los contratistas de los astilleros escoceses flotaban bandadas de plumarios multicolores, garzas de parsimonia aérea, gaviotas neurálgicas, gorriones que venían y picaban los espejos y los vitrales, palomas y tijules ladrones de maíz, oropéndolas y vistosos ruiseñores útiles para nada. Carcomían mangos, frijolares y papayos, perforaban las naranjas, arruinaban los limones, desfloraban con su torpe sacudida los azahares, infestaban los aguacates y marchitaban los marañones. Era tal el ignominioso escándalo matutino que dificultaban oír, haciendo suponer la cándida concepción de que así debía sonar el paraíso» (134-135; las cursivas son mías).
«Vivíamos horriblemente obsesionados por el tiempo, lo tasábamos con las lluvias y las excrecencias del cuerpo pero carecíamos de tiempo calculado para existir y morir.» (87).
«Era la primera vez que pronunciaba en público esa palabra [reloj], la reacción no se hizo esperar.
Todavía tuve un gesto de maldad para hinchar el puntillazo.
“Un reloj” expliqué “que dibuje al corazón del día en su calco íntimo y enseñe el momento a que vamos, no sólo en que estamos… que trace con metálica voluntad el principio de la jornada, su fin y las memorias de la sorpresa y la felicidad, un elaborado autómata que no dependa de nosotros sino nosotros de él, supremo hacedor astronómico, ya no el hombre buscando el tiempo sino este viniendo a su encuentro… Máquina sobria e inteligente será esa que anuncie si nacimos o morimos, la verdadera anécdota de la existencia, la naturaleza de nuestro interior gobernada por el gran ritmo estelar (…)» (92-93).
«Hacer el reloj implicaba hundir el arado en el humus de la evolución, modificar el pensamiento mágico de la gente, liberarle la servitud mental hacia las estaciones naturales.» (289-290).
Fabricar el reloj es un acto que equivale a la invención del fuego: «El que arribara a ese acierto dominaría el mundo pues coparía en su mano el saber total: los autos echarían a andar, los aviones volarían, podría perfeccionarse el astrolabio» (86). Antropológicamente, recordando a Claude Lévi Straus, es pasar de lo crudo a lo cocido: un dejar atrás el estado de salvajismo e ingresar a la etapa de construcción de la civilización. De ahí que la historia (la fábula, propiamente dicha), no obstante el elemento de circularidad existente, concluye cuando el reloj se hace realidad:
«Fue entonces que despertó el reloj, pero ya no con tictic metálico sino con un tictac armónico y las agujas de la carátula se situaron espontáneamente arriba, una sobre otra, avivadas de magia imprevista. (…). A las doce en punto la bella máquina de nuestra más grande invención puso a cantar al cuco iluminando la esfera, trinó su tonada principal, subió un gramo la liga de contrapeso, saltó su índice mayor y señaló por vez primera la hora. “Usted debe ser dios”, rió el Praphit, que aguardaba el suceso, luego chasqueó piedra y lumbre para encender el nuevo fuego ceremonial.
Maravillados salimos a buscar la lanza de la aurora que aún no nacía y todo era calmo, las aguas se distanciaban de los cielos, cuerpos celestes se colocaban arriba o depositábanse abajo, había como un orden que intentaba acojinarse, regularse, y de despejaba la niebla queriendo enseñar lejanos vástagos astronómicos. Aún así la oscuridad reinaba sobre el océano y el Praphit, deseando adelantarse a sus predicciones, llevaba la mano a la frente cual catalejo o visera, sin desde luego culminar su intención. Entonces empezamos a oír voces, asedados vítores, graves reclamos.
“¡Tierra… tierra!”, gritaba alguien o algo moviendo pendones desde carabelas invisibles, agitando banderas pintadas en cruz, pero debía ser sólo ilusión, clamores de una lengua virgen que aún no sabíamos interpretar.» (399-400).
Inclusive, la invención del reloj sugiere el instante del inicio del tiempo, el minuto explosivo del Big Bang, ya que, en Santa Cariba, se produce un movimiento cósmico: las esferas celestes se reacomodan; las aguas se separan. Entrelíneas, o como subtexto, tanto la mecánica cuántica como los viejos relatos míticos sobre el origen del universo. La alusión al fuego nuevo implica una conexión con el mundo indígena mesoamericano, especialmente con el pueblo maya, una de las civilizaciones que hizo del cómputo del tiempo el eje en torno al cual giraba su existencia. Asimismo, no hay que olvidar que las resonancias bíblicas son un aspecto presente en el título de la novela y apuntan hacia otro ingrediente básico: la cultura judeocristiana insertada en el Caribe. Justamente, el nombre de uno de los personajes principales es Adán Recamier, ser dotado de otra característica muy significativa: su carácter bisexual que quizá aluda al ser humano primigenio que, en la mitología clásica, era hermafrodita y de quien, al partirlo, se originaron el varón y la hembra. En alguna medida, otro símbolo de la cultura europea insertada en América. Agréguese, a ello, la inclusión del célebre grito de Rodrigo de Triana, referencia al descubrimiento del Nuevo Mundo, disyunción histórica que cambió el destino de Santa Cariba; vale decir, de América Latina, horizonte geográfico y cultural que Julio Escoto nunca pierde de vista (de ahí la alusión a Salvador Allende y a otras situaciones o personajes históricos). Indicios dándose en amalgama; interpenetrándose mutuamente, tal como, con relación a grupos étnicos y culturas, ocurre en el Caribe. Estamos, pues, frente a una novela que rebasa lo local hondureño para plantearse el complejo y nunca dilucidado tema de la identidad al sur del río Bravo. La novela deja atrás el reduccionismo nacionalista y pone sobre el tapete la heterogeneidad (étnica y cultural) de un territorio más amplio: caribeño, en primera instancia y latinoamericano en un sentido más abarcador. Ciencia, Historia, mito e imaginación como ingredientes básicos de una obra absolutamente metaliteraria: parodia global de los grandes relatos fundacionales de los diferentes pueblos. Para Umberto Eco «Escribir una novela es una tarea cosmológica, como la que se cuenta en el Génesis» (26). Julio Escoto, en clave carnavalesca, rubrica tal aserto.
La construcción del reloj se consigna en las dos últimas páginas de la novela. Por esta razón, se justifican las dislocaciones temporales, el aparente caos y las mezclas más dispares en las 398 que las preceden. La opción formal asumida está, pues, cargada de sentido. La falta de un ordenamiento cronológico y el discurso textual elegido devienen en una gran metáfora cuyo objetivo es traducir, por connotaciones, la complejidad del mundo caribeño:
«Lo que sucedía en Cariba carecía de nombre, reflexionó sabiamente, (…) Pero lo importante no era la náutica sino la metáfora: el hombre únicamente se allegaba a sí mismo por la metáfora y ese gran tropo, oxímoron cuántico, era que constituíamos un tejido tal que rompiéndose uno se desbarataba el otro; halando un extremo acortábamos al anterior, toda acción de nuestra parte repercutía en la siguiente: odios, pasiones, merecimientos y negaciones debían ser cuidados porque flotaban en deuda en el espacio interior.» (139-140).
El oxímoron cuántico. Reunir en el mismo sintagma elementos que de hecho se excluyen pero que, al unirse, dan origen a una nueva realidad. Ni lo uno ni lo otro sino algo cualitativamente distinto. Además, el adjetivo (cuántico), en combinación con otros indicios, remite a un subsuelo conceptual de vértigo: el principio de incertidumbre y la teoría de las probabilidades que, en sí mismas, conllevan las ideas del caos, de la paradoja y de la contradicción. Así, en el terreno de la materia (y, por extensión, en cualquier orden de ideas), no hay nada seguro y existen aparentes absurdos que atentan contra el sentido común pero que están ahí, desafiando los principios de la física tradicional. Ese desorden ordenado —desconcertante y plagado de contrarios— que ha dejado al descubierto la cosmología contemporánea gravita también en el espacio interior del ser humano y, por ende, en su reflejo: la literatura. En otras palabras, a nuestro entender, la pretensión del autor llega a niveles de cala profunda: abarcar, atrapar, mediante la metáfora —vale decir la literatura—, el secreto de un cosmos: Santa Cariba que luego evoluciona a Cariba. En progresión simbólica, nada nos impide pensar que la hipotética región bien puede representar al universo. De nuevo, Eco viene en nuestro auxilio: independientemente de la intención consciente del autor, cada texto «produce sus propios efectos de sentido» (13).
La búsqueda de una fórmula adecuada para expresar ese probable sustrato conceptual condujo a Julio Escoto a las ricas posibilidades de la literatura grotesca, entendiendo esta palabra en su alto sentido estético y cuya manifestación más destacada, en el campo novelístico, la determinó, con lucidez extraordinaria, el teórico ruso Mijaíl Bajtin cuando planteó que, en algunos textos medievales (recuérdense las danzas de la muerte o el Diálogo de don Carnal y doña Endrina…) y en otras formas de la antigua literatura clásica, se observaba lo que llamó la «carnavalización» de los relatos, un mecanismo de expresión de la cultura popular que huía, mediante una serie de recursos ad hoc, de la norma rígida y unívoca de los patrones genéricos consagrados por la tradición culta europea.
Durante el carnaval, la gran fiesta del atracón de bajo vientre que supuestamente abre un período de austeridad carnal, todo puede suceder: disfraces y máscaras que esconden o difuminan a las personas; supresión de divisiones sociales; desborde de todos los sensualismos; desacralización momentánea de la vida; burlas y juegos contra cualquier autoridad establecida y despliegue —sin cortapisas— de la fantasía e imaginación. Trasladando ese amplio espectro de posibilidades a la novela —el relato carnavalizado—, el resultado puede desconcertar al lector no avezado o al que todavía se rige por patrones miméticos.
El autor, en el trazo de la obra que propone, carece de límites. En El génesis…, se invierten las situaciones (el anunciado Mesías resulta ser una mujer); se deja de lado la rigidez racional que para todo demanda una explicación (en Cariba ocurren los hechos más insólitos como Alfonsina Mucha pintando su amor en cualquier espacio vacío; existencia de cabinas telefónicas aunque se carezca de sistema telefónico…); los cambios y las rupturas más imprevistas «degradan» las situaciones solemnes (el cura Casto Medellín, después el inmenso placer desflorando a Selva Madura, para aplacar su complejo de culpa, con un martillo se destroza el pene que, previamente, ha colocado sobre una piedra; logradas descripciones del acto sexual en donde una frase, colocada como al desgaire, lanza la situación hacia el terreno de la risa y, con ello, destruye el efecto erótico…); se proscribe el acartonamiento y la seriedad (de ahí, la ironía, el humorismo, la parodia y lo hiperbólico); se privilegian las acciones burlescas (las sandías estibadas en la playa se confunden con municiones de reglamento); se practican las mezclas más dispares (en el mismo párrafo conviven diversos niveles de lengua, oposiciones y antítesis); se juega con las circunstancias más dispares (lo sacro y lo profano, lo solemne y la burla, lo sabio y lo estúpido, lo heroico que deriva o remata en lo prosaico); el tiempo y el espacio se liberan de la causalidad y de la linealidad (razón de los anacronismos) y el color local (vr. gr., la inserción de hondureñismos y del llamado «caliche» o jerga al más bajo nivel social) va de la mano con el planteamiento universalista (las elucubraciones sobre el tiempo o el amor). Cada elemento recreado con un sentido lúdico del cual deriva el constante tono de farsa que destruye la verosimilitud mimética (suprema aspiración de la novela realista) y provoca el distanciamiento afectivo del lector respecto de los personajes. Por esta razón no nos conmovemos con la muerte de Alfonsina Mucha; con el fracaso de Salvador Lejano o con el vacío amoroso en que se resuelve la vida de Selva Madura. Escoto evade el sinfronismo y no propicia, con relación al lector, la identificación o empatía con los personajes, a los que no se siente «de carne y hueso» (como percibimos a Don Quijote, Sancho Panza, Otelo, Hamlet, Juan Pablo Castel o Pedro Páramo). Julio Escoto, no obstante la pasión por la palabra en sí que domina en toda la obra, enfrenta el hecho anecdótico con frialdad cerebral. Con distanciamiento. Una especie de saña intelectual con la cual le juega la vuelta al lector y lo «baja» de cualquier entusiasmo erótico o ideológico que pudiese despertar el texto. En otros términos, en ningún momento, dramatizó situaciones o explotó el sentimentalismo. De haberlo hecho así, él mismo hubiese dinamitado la intención carnavalesca.
El Génesis en Santa Cariba es un mundo cerrado en sí mismo. Coherente desde los parámetros que ella misma —como idiolecto que es— establece. Una novela de difícil clasificación pero que camina a la par de las mejores muestras de la novelística centroamericana actual y que, a la ligera, no se puede encasillar dentro del realismo mágico al modo garcíamarquiano. Pensamos, sí, en un cierto apoyo en la concepción carpenteriana de lo real maravilloso (lo extraordinario es parte constitutiva de una realidad cotidiana que la literatura sólo recoge), enriquecido con elementos de cuño contemporáneo como los señalados en párrafos precedentes. Los fragmentos siguientes avalan aspectos planteados en mis comentarios:
«Los inquietaba mi noción del tiempo, que en la isla era loco y errático. En Cariba las circunstancias ocurrían todas a la vez y se resistían a dejarse medir. Las noticias llegaban a veces disparatadas pero lo considerábamos un procedimiento normal de los espejismos del arcano del universo. Hoy moría el hijo de Vincenzo Galileo en Arcetri pero un verano después nos enterábamos de que el santo oficio lo juzgaba y obligaba a retractarse. Mañana los babilonios desvelaban inventando la manera de escribir los números y ayer los misiles de algún imperio estaban cayendo sobre Iraq.» (37).
«Vivíamos entre los alientos de la realidad y la fantasía, que eran lo mismo, y sólo estaba en nosotros gobernarnos por una u otra. Usualmente lo hacíamos con las dos.» (42).
«En el momento de mayor suspenso anímico se dormecía exhausto por la abstinencia y el desvelo, le daba hambre, recordaba la turgencia de un pecho de mujer o se le atravesaba un pedo.» (99).
«Entre sus recomendaciones se ofrecía varias heterodoxas: asociar vudú y rabinismo, desmanear las raíces conexas existentes entre la Biblia y el Popol Vuh (…) desposar a Changó con Jehová y Mahoma en una receta teomística potable, juntar la misa con el candombe ritual, escribir pentagramas para alinear la marimba con el armonio medieval, combinar el pretzel y la tortilla, globalizar en una sola tranca el cayado y la vara municipal indígena.» (177).
«Ciertas cláusulas de sus discursos se hicieron célebres por lo osado, como en las honras funerarias a Lawrence, en que se atrevió a asegurar que la simbiosis cívico mística de su relación con el destino de Cariba era insoslayable. (…) “Soy un presidente de primera en una república de segunda para un pueblo de tercera”, se achaca haber murmurado (…)» (279).
«Amar era suceso de magia, hacer el amor un acto de prestidigitación. [Salvador] Lejano sospechaba que Lyta esperaba lo mismo, que no se interrumpiera, no acabara y la mantuviera en vilo de trapecios por el saldo de la noche hasta consumirse de inanición, pequeña muerte que clamaba a la vida y vida que, según palpaba la mano de ella, de pequeña si que no tenía nada.» (329).
«Selva Madura ansiaba que un cronista narrara estos momentos para gozar luego los detalles pues el turbión de sensaciones no se dejaba administrar: este era el Salvador bífido de succiones accidentadas, el Salvador de garra trincada en sus posaderas exuberantes, Salvador de pelvis dúctil y marea infinita, gran prolongador o timbalero de pausas marcadas en el pentagrama, Salvador que llamaba a la puerta sin ingresar como consultando el enigma y sus divagaciones seculares, Salvador cercano mientras la repasaba por detrás y la invadía por delante con suave elegancia, su mano izquierda en la vanguardia y la derecha en la posteridad, y así anduvieron buen rato sin arribar a ninguna parte, compañeros de viaje, hasta que Lyta percibió que Salvador le peinaba las oscuridades y se llevaba los dedos a la boca para sorber con engolosinamiento perturbador, robándole la savia, tanta perversión era demasiado.» (330).
Elemento constante es la intertextualidad. Un diálogo con otros textos o con el pensamiento de autores emblemáticos de América: José Vasconcelos («la raza cósmica»); Rubén Darío («la fanfarria de roncos olifantes»); José Martí («aire de pato quemado con que la rosa blanca de Chepito Martí se incineraba y despedía el ánima»); Antonio Machado («este que hacía caminos al andar»); José Asunción Silva («en una sola sombra larga»); Pablo Neruda («mascarones nerudianos»); Silvio Rodríguez («rabo de nube»); Froylán Turcios («mágica rima de bronce»); Carlos Fuentes (los novelistas: «trujamanos carlofuénticos de la realidad»). Generalmente, referencias como las indicadas funcionan con intención paródica. En este sentido, el objetivo lúdico o humorístico opera si el lector tiene presente el discurso evocado. El autor se mueve, con soltura, en el campo de la metaliteratura.
Una de las parodias más importantes es el episodio de Crista Meléndez, revolucionaria que lucha por la libertad de Santa Cariba. Traicionada por Iscario, después de morir en forma ignominiosa, resucita al tercer día: evocación de lo bíblico como elemento constitutivo de América y/o probable referencia al trasfondo cristiano en la entrega desinteresada de miles de revolucionarios que, inspirados o guiados por la teología de la liberación, murieron en las luchas insurgentes. Piénsese en la imagen del Ché Guevara que, en mensajes icónicos de amplia difusión, se ha representado cargando la cruz de América Latina.
Por otra parte, el tono lúdico, el humorismo permanente o el aluvión verbal (imágenes, metáforas, largas series enumerativas, hipérboles, antítesis, juegos de palabras, neologismos de creación personal, vulgarismos, etc.), en ningún momento pueden ser calificados de escapistas. Julio Escoto sigue fiel a una línea de trabajo de indudable raíz ética que ha mantenido incólume a lo largo de su amplia trayectoria literaria: considerar a la literatura como mecanismo de conocimiento y de dilucidación del mundo. Ningún aspecto esencial de la problemática general de tipo humano (el amor, la muerte, el tiempo…) o específicamente latinoamericana (explotación humana, saqueo de la riqueza por parte de las grandes corporaciones multinacionales, tiranías, represión, intolerancia, luchas insurgentes; aparente fracaso de las mismas; problemática subyacente en torno al concepto de identidad nacional, etc.) escapa a su incisiva mirada. Y lo hace con mecanismos relativamente novedosos. Abrevando en la rica fuente de la mejor literatura del siglo XX (especialmente la exacerbación neobarroca), le adiciona técnicas o recursos que encontró, revitalizó o consolidó la novelística de las últimas generaciones: la destrucción o relativización del discurso histórico oficial; la aplicación de diferentes formas de intertextualidad y la carnavalización del relato.
El Génesis en Santa Cariba representa un salto de calidad en la novelística de Julio Escoto. Rotas las trabas miméticas, el autor dejó que el lenguaje lo invadiera. Permitió que la imaginación careciese de cortapisas y se enrumbara por los más intrincados laberintos del idioma para elaborar una novela que, aunque desconcierte por no acomodarse a patrones racionales y de contención lingüística, trasciende la problemática hondureña y se planta, con soltura y pleno dominio del arte narrativo, en un mundo tan amplio como el Caribe: cruce de mundos, confluencia de culturas. Hervidero humano en construcción constante, en definición siempre inacabada de las líneas básicas de su propia Historia. Y, nadando contra corriente —más allá de tendencias de última generación que proscriben o minimizan el asedio de la realidad por parte del escritor—, reivindica la pervivencia y necesidad de la confrontación constante con la matriz social a la cual se pertenece. Uno de los tantos caminos en la ininterrumpida construcción de la nunca derrotada utopía.
10 de abril de 2009
Helen Umaña
El título El Génesis en Santa Cariba implica el cronotopo central alrededor del cual Julio Escoto (San Pedro Sula, 1944) estructura el planteamiento global de su novela: Santa Cariba, la isla edénica y adánica que gesta las claves de su existencia con el propósito de ingresar —civilización mediante— a un estatus sociohistórico privilegiado que, en última instancia, colinda con la utopía. Un «cronos» que se niega a sí mismo, ya que en la isla primigenia no existe el reloj (planear su construcción es un leitmotiv que atraviesa todo el texto). Un «topos» en donde la naturaleza, para ser semantizada en consonancia con su feracidad, demanda un aluvión verbal de refinado sibaritismo lingüístico. Un espacio y un tiempo que no son entidades disociadas. Que se interpenetran y se necesitan mutuamente porque, de su relación, surge el entretejido global de las peripecias que en ella ocurren. De esa fusión depende, pues, el uso lingüístico que privilegia el autor: un barroquismo exacerbado y deslumbrante en donde predomina la metáfora, vehículo formal que, en cascada, es capaz de traducir el desborde geográfico y humano que prima en el Caribe, «monstruoso zoo del planeta, magma escénico y perol de razas, cigoto (…) de la humanidad» (123), en donde se gestan nuevos pueblos y nuevas entidades culturales. Los dos puntales estructurales (tiempo y espacio) sobre los cuales descansa el tratamiento de temas, personajes y acciones, se visualizan a través de pormenorizados detalles:
«Cariba lucía entonces un prodigioso chal de aroma a guayaba y exhalaba un penetrante aliento a infusión de anona, cuyas mónadas ingresaban a la nariz y anidaban en la cabeza volviendo a hombres y mujeres gran árbol de ramas que se buscaban, perseguían y enlazaban como si sus raíces pulpares fueran una sola congestión verbal. Pájaros de vuelos insospechados picoteaban los huertos y la imaginación haciendo del universo una maravilla inconclusa, gran tapiz, retablo feraz donde bastaba querer concebir para salir preñado. Sobre los escasos bosques dejados en pie por los contratistas de los astilleros escoceses flotaban bandadas de plumarios multicolores, garzas de parsimonia aérea, gaviotas neurálgicas, gorriones que venían y picaban los espejos y los vitrales, palomas y tijules ladrones de maíz, oropéndolas y vistosos ruiseñores útiles para nada. Carcomían mangos, frijolares y papayos, perforaban las naranjas, arruinaban los limones, desfloraban con su torpe sacudida los azahares, infestaban los aguacates y marchitaban los marañones. Era tal el ignominioso escándalo matutino que dificultaban oír, haciendo suponer la cándida concepción de que así debía sonar el paraíso» (134-135; las cursivas son mías).
«Vivíamos horriblemente obsesionados por el tiempo, lo tasábamos con las lluvias y las excrecencias del cuerpo pero carecíamos de tiempo calculado para existir y morir.» (87).
«Era la primera vez que pronunciaba en público esa palabra [reloj], la reacción no se hizo esperar.
Todavía tuve un gesto de maldad para hinchar el puntillazo.
“Un reloj” expliqué “que dibuje al corazón del día en su calco íntimo y enseñe el momento a que vamos, no sólo en que estamos… que trace con metálica voluntad el principio de la jornada, su fin y las memorias de la sorpresa y la felicidad, un elaborado autómata que no dependa de nosotros sino nosotros de él, supremo hacedor astronómico, ya no el hombre buscando el tiempo sino este viniendo a su encuentro… Máquina sobria e inteligente será esa que anuncie si nacimos o morimos, la verdadera anécdota de la existencia, la naturaleza de nuestro interior gobernada por el gran ritmo estelar (…)» (92-93).
«Hacer el reloj implicaba hundir el arado en el humus de la evolución, modificar el pensamiento mágico de la gente, liberarle la servitud mental hacia las estaciones naturales.» (289-290).
Fabricar el reloj es un acto que equivale a la invención del fuego: «El que arribara a ese acierto dominaría el mundo pues coparía en su mano el saber total: los autos echarían a andar, los aviones volarían, podría perfeccionarse el astrolabio» (86). Antropológicamente, recordando a Claude Lévi Straus, es pasar de lo crudo a lo cocido: un dejar atrás el estado de salvajismo e ingresar a la etapa de construcción de la civilización. De ahí que la historia (la fábula, propiamente dicha), no obstante el elemento de circularidad existente, concluye cuando el reloj se hace realidad:
«Fue entonces que despertó el reloj, pero ya no con tictic metálico sino con un tictac armónico y las agujas de la carátula se situaron espontáneamente arriba, una sobre otra, avivadas de magia imprevista. (…). A las doce en punto la bella máquina de nuestra más grande invención puso a cantar al cuco iluminando la esfera, trinó su tonada principal, subió un gramo la liga de contrapeso, saltó su índice mayor y señaló por vez primera la hora. “Usted debe ser dios”, rió el Praphit, que aguardaba el suceso, luego chasqueó piedra y lumbre para encender el nuevo fuego ceremonial.
Maravillados salimos a buscar la lanza de la aurora que aún no nacía y todo era calmo, las aguas se distanciaban de los cielos, cuerpos celestes se colocaban arriba o depositábanse abajo, había como un orden que intentaba acojinarse, regularse, y de despejaba la niebla queriendo enseñar lejanos vástagos astronómicos. Aún así la oscuridad reinaba sobre el océano y el Praphit, deseando adelantarse a sus predicciones, llevaba la mano a la frente cual catalejo o visera, sin desde luego culminar su intención. Entonces empezamos a oír voces, asedados vítores, graves reclamos.
“¡Tierra… tierra!”, gritaba alguien o algo moviendo pendones desde carabelas invisibles, agitando banderas pintadas en cruz, pero debía ser sólo ilusión, clamores de una lengua virgen que aún no sabíamos interpretar.» (399-400).
Inclusive, la invención del reloj sugiere el instante del inicio del tiempo, el minuto explosivo del Big Bang, ya que, en Santa Cariba, se produce un movimiento cósmico: las esferas celestes se reacomodan; las aguas se separan. Entrelíneas, o como subtexto, tanto la mecánica cuántica como los viejos relatos míticos sobre el origen del universo. La alusión al fuego nuevo implica una conexión con el mundo indígena mesoamericano, especialmente con el pueblo maya, una de las civilizaciones que hizo del cómputo del tiempo el eje en torno al cual giraba su existencia. Asimismo, no hay que olvidar que las resonancias bíblicas son un aspecto presente en el título de la novela y apuntan hacia otro ingrediente básico: la cultura judeocristiana insertada en el Caribe. Justamente, el nombre de uno de los personajes principales es Adán Recamier, ser dotado de otra característica muy significativa: su carácter bisexual que quizá aluda al ser humano primigenio que, en la mitología clásica, era hermafrodita y de quien, al partirlo, se originaron el varón y la hembra. En alguna medida, otro símbolo de la cultura europea insertada en América. Agréguese, a ello, la inclusión del célebre grito de Rodrigo de Triana, referencia al descubrimiento del Nuevo Mundo, disyunción histórica que cambió el destino de Santa Cariba; vale decir, de América Latina, horizonte geográfico y cultural que Julio Escoto nunca pierde de vista (de ahí la alusión a Salvador Allende y a otras situaciones o personajes históricos). Indicios dándose en amalgama; interpenetrándose mutuamente, tal como, con relación a grupos étnicos y culturas, ocurre en el Caribe. Estamos, pues, frente a una novela que rebasa lo local hondureño para plantearse el complejo y nunca dilucidado tema de la identidad al sur del río Bravo. La novela deja atrás el reduccionismo nacionalista y pone sobre el tapete la heterogeneidad (étnica y cultural) de un territorio más amplio: caribeño, en primera instancia y latinoamericano en un sentido más abarcador. Ciencia, Historia, mito e imaginación como ingredientes básicos de una obra absolutamente metaliteraria: parodia global de los grandes relatos fundacionales de los diferentes pueblos. Para Umberto Eco «Escribir una novela es una tarea cosmológica, como la que se cuenta en el Génesis» (26). Julio Escoto, en clave carnavalesca, rubrica tal aserto.
La construcción del reloj se consigna en las dos últimas páginas de la novela. Por esta razón, se justifican las dislocaciones temporales, el aparente caos y las mezclas más dispares en las 398 que las preceden. La opción formal asumida está, pues, cargada de sentido. La falta de un ordenamiento cronológico y el discurso textual elegido devienen en una gran metáfora cuyo objetivo es traducir, por connotaciones, la complejidad del mundo caribeño:
«Lo que sucedía en Cariba carecía de nombre, reflexionó sabiamente, (…) Pero lo importante no era la náutica sino la metáfora: el hombre únicamente se allegaba a sí mismo por la metáfora y ese gran tropo, oxímoron cuántico, era que constituíamos un tejido tal que rompiéndose uno se desbarataba el otro; halando un extremo acortábamos al anterior, toda acción de nuestra parte repercutía en la siguiente: odios, pasiones, merecimientos y negaciones debían ser cuidados porque flotaban en deuda en el espacio interior.» (139-140).
El oxímoron cuántico. Reunir en el mismo sintagma elementos que de hecho se excluyen pero que, al unirse, dan origen a una nueva realidad. Ni lo uno ni lo otro sino algo cualitativamente distinto. Además, el adjetivo (cuántico), en combinación con otros indicios, remite a un subsuelo conceptual de vértigo: el principio de incertidumbre y la teoría de las probabilidades que, en sí mismas, conllevan las ideas del caos, de la paradoja y de la contradicción. Así, en el terreno de la materia (y, por extensión, en cualquier orden de ideas), no hay nada seguro y existen aparentes absurdos que atentan contra el sentido común pero que están ahí, desafiando los principios de la física tradicional. Ese desorden ordenado —desconcertante y plagado de contrarios— que ha dejado al descubierto la cosmología contemporánea gravita también en el espacio interior del ser humano y, por ende, en su reflejo: la literatura. En otras palabras, a nuestro entender, la pretensión del autor llega a niveles de cala profunda: abarcar, atrapar, mediante la metáfora —vale decir la literatura—, el secreto de un cosmos: Santa Cariba que luego evoluciona a Cariba. En progresión simbólica, nada nos impide pensar que la hipotética región bien puede representar al universo. De nuevo, Eco viene en nuestro auxilio: independientemente de la intención consciente del autor, cada texto «produce sus propios efectos de sentido» (13).
La búsqueda de una fórmula adecuada para expresar ese probable sustrato conceptual condujo a Julio Escoto a las ricas posibilidades de la literatura grotesca, entendiendo esta palabra en su alto sentido estético y cuya manifestación más destacada, en el campo novelístico, la determinó, con lucidez extraordinaria, el teórico ruso Mijaíl Bajtin cuando planteó que, en algunos textos medievales (recuérdense las danzas de la muerte o el Diálogo de don Carnal y doña Endrina…) y en otras formas de la antigua literatura clásica, se observaba lo que llamó la «carnavalización» de los relatos, un mecanismo de expresión de la cultura popular que huía, mediante una serie de recursos ad hoc, de la norma rígida y unívoca de los patrones genéricos consagrados por la tradición culta europea.
Durante el carnaval, la gran fiesta del atracón de bajo vientre que supuestamente abre un período de austeridad carnal, todo puede suceder: disfraces y máscaras que esconden o difuminan a las personas; supresión de divisiones sociales; desborde de todos los sensualismos; desacralización momentánea de la vida; burlas y juegos contra cualquier autoridad establecida y despliegue —sin cortapisas— de la fantasía e imaginación. Trasladando ese amplio espectro de posibilidades a la novela —el relato carnavalizado—, el resultado puede desconcertar al lector no avezado o al que todavía se rige por patrones miméticos.
El autor, en el trazo de la obra que propone, carece de límites. En El génesis…, se invierten las situaciones (el anunciado Mesías resulta ser una mujer); se deja de lado la rigidez racional que para todo demanda una explicación (en Cariba ocurren los hechos más insólitos como Alfonsina Mucha pintando su amor en cualquier espacio vacío; existencia de cabinas telefónicas aunque se carezca de sistema telefónico…); los cambios y las rupturas más imprevistas «degradan» las situaciones solemnes (el cura Casto Medellín, después el inmenso placer desflorando a Selva Madura, para aplacar su complejo de culpa, con un martillo se destroza el pene que, previamente, ha colocado sobre una piedra; logradas descripciones del acto sexual en donde una frase, colocada como al desgaire, lanza la situación hacia el terreno de la risa y, con ello, destruye el efecto erótico…); se proscribe el acartonamiento y la seriedad (de ahí, la ironía, el humorismo, la parodia y lo hiperbólico); se privilegian las acciones burlescas (las sandías estibadas en la playa se confunden con municiones de reglamento); se practican las mezclas más dispares (en el mismo párrafo conviven diversos niveles de lengua, oposiciones y antítesis); se juega con las circunstancias más dispares (lo sacro y lo profano, lo solemne y la burla, lo sabio y lo estúpido, lo heroico que deriva o remata en lo prosaico); el tiempo y el espacio se liberan de la causalidad y de la linealidad (razón de los anacronismos) y el color local (vr. gr., la inserción de hondureñismos y del llamado «caliche» o jerga al más bajo nivel social) va de la mano con el planteamiento universalista (las elucubraciones sobre el tiempo o el amor). Cada elemento recreado con un sentido lúdico del cual deriva el constante tono de farsa que destruye la verosimilitud mimética (suprema aspiración de la novela realista) y provoca el distanciamiento afectivo del lector respecto de los personajes. Por esta razón no nos conmovemos con la muerte de Alfonsina Mucha; con el fracaso de Salvador Lejano o con el vacío amoroso en que se resuelve la vida de Selva Madura. Escoto evade el sinfronismo y no propicia, con relación al lector, la identificación o empatía con los personajes, a los que no se siente «de carne y hueso» (como percibimos a Don Quijote, Sancho Panza, Otelo, Hamlet, Juan Pablo Castel o Pedro Páramo). Julio Escoto, no obstante la pasión por la palabra en sí que domina en toda la obra, enfrenta el hecho anecdótico con frialdad cerebral. Con distanciamiento. Una especie de saña intelectual con la cual le juega la vuelta al lector y lo «baja» de cualquier entusiasmo erótico o ideológico que pudiese despertar el texto. En otros términos, en ningún momento, dramatizó situaciones o explotó el sentimentalismo. De haberlo hecho así, él mismo hubiese dinamitado la intención carnavalesca.
El Génesis en Santa Cariba es un mundo cerrado en sí mismo. Coherente desde los parámetros que ella misma —como idiolecto que es— establece. Una novela de difícil clasificación pero que camina a la par de las mejores muestras de la novelística centroamericana actual y que, a la ligera, no se puede encasillar dentro del realismo mágico al modo garcíamarquiano. Pensamos, sí, en un cierto apoyo en la concepción carpenteriana de lo real maravilloso (lo extraordinario es parte constitutiva de una realidad cotidiana que la literatura sólo recoge), enriquecido con elementos de cuño contemporáneo como los señalados en párrafos precedentes. Los fragmentos siguientes avalan aspectos planteados en mis comentarios:
«Los inquietaba mi noción del tiempo, que en la isla era loco y errático. En Cariba las circunstancias ocurrían todas a la vez y se resistían a dejarse medir. Las noticias llegaban a veces disparatadas pero lo considerábamos un procedimiento normal de los espejismos del arcano del universo. Hoy moría el hijo de Vincenzo Galileo en Arcetri pero un verano después nos enterábamos de que el santo oficio lo juzgaba y obligaba a retractarse. Mañana los babilonios desvelaban inventando la manera de escribir los números y ayer los misiles de algún imperio estaban cayendo sobre Iraq.» (37).
«Vivíamos entre los alientos de la realidad y la fantasía, que eran lo mismo, y sólo estaba en nosotros gobernarnos por una u otra. Usualmente lo hacíamos con las dos.» (42).
«En el momento de mayor suspenso anímico se dormecía exhausto por la abstinencia y el desvelo, le daba hambre, recordaba la turgencia de un pecho de mujer o se le atravesaba un pedo.» (99).
«Entre sus recomendaciones se ofrecía varias heterodoxas: asociar vudú y rabinismo, desmanear las raíces conexas existentes entre la Biblia y el Popol Vuh (…) desposar a Changó con Jehová y Mahoma en una receta teomística potable, juntar la misa con el candombe ritual, escribir pentagramas para alinear la marimba con el armonio medieval, combinar el pretzel y la tortilla, globalizar en una sola tranca el cayado y la vara municipal indígena.» (177).
«Ciertas cláusulas de sus discursos se hicieron célebres por lo osado, como en las honras funerarias a Lawrence, en que se atrevió a asegurar que la simbiosis cívico mística de su relación con el destino de Cariba era insoslayable. (…) “Soy un presidente de primera en una república de segunda para un pueblo de tercera”, se achaca haber murmurado (…)» (279).
«Amar era suceso de magia, hacer el amor un acto de prestidigitación. [Salvador] Lejano sospechaba que Lyta esperaba lo mismo, que no se interrumpiera, no acabara y la mantuviera en vilo de trapecios por el saldo de la noche hasta consumirse de inanición, pequeña muerte que clamaba a la vida y vida que, según palpaba la mano de ella, de pequeña si que no tenía nada.» (329).
«Selva Madura ansiaba que un cronista narrara estos momentos para gozar luego los detalles pues el turbión de sensaciones no se dejaba administrar: este era el Salvador bífido de succiones accidentadas, el Salvador de garra trincada en sus posaderas exuberantes, Salvador de pelvis dúctil y marea infinita, gran prolongador o timbalero de pausas marcadas en el pentagrama, Salvador que llamaba a la puerta sin ingresar como consultando el enigma y sus divagaciones seculares, Salvador cercano mientras la repasaba por detrás y la invadía por delante con suave elegancia, su mano izquierda en la vanguardia y la derecha en la posteridad, y así anduvieron buen rato sin arribar a ninguna parte, compañeros de viaje, hasta que Lyta percibió que Salvador le peinaba las oscuridades y se llevaba los dedos a la boca para sorber con engolosinamiento perturbador, robándole la savia, tanta perversión era demasiado.» (330).
Elemento constante es la intertextualidad. Un diálogo con otros textos o con el pensamiento de autores emblemáticos de América: José Vasconcelos («la raza cósmica»); Rubén Darío («la fanfarria de roncos olifantes»); José Martí («aire de pato quemado con que la rosa blanca de Chepito Martí se incineraba y despedía el ánima»); Antonio Machado («este que hacía caminos al andar»); José Asunción Silva («en una sola sombra larga»); Pablo Neruda («mascarones nerudianos»); Silvio Rodríguez («rabo de nube»); Froylán Turcios («mágica rima de bronce»); Carlos Fuentes (los novelistas: «trujamanos carlofuénticos de la realidad»). Generalmente, referencias como las indicadas funcionan con intención paródica. En este sentido, el objetivo lúdico o humorístico opera si el lector tiene presente el discurso evocado. El autor se mueve, con soltura, en el campo de la metaliteratura.
Una de las parodias más importantes es el episodio de Crista Meléndez, revolucionaria que lucha por la libertad de Santa Cariba. Traicionada por Iscario, después de morir en forma ignominiosa, resucita al tercer día: evocación de lo bíblico como elemento constitutivo de América y/o probable referencia al trasfondo cristiano en la entrega desinteresada de miles de revolucionarios que, inspirados o guiados por la teología de la liberación, murieron en las luchas insurgentes. Piénsese en la imagen del Ché Guevara que, en mensajes icónicos de amplia difusión, se ha representado cargando la cruz de América Latina.
Por otra parte, el tono lúdico, el humorismo permanente o el aluvión verbal (imágenes, metáforas, largas series enumerativas, hipérboles, antítesis, juegos de palabras, neologismos de creación personal, vulgarismos, etc.), en ningún momento pueden ser calificados de escapistas. Julio Escoto sigue fiel a una línea de trabajo de indudable raíz ética que ha mantenido incólume a lo largo de su amplia trayectoria literaria: considerar a la literatura como mecanismo de conocimiento y de dilucidación del mundo. Ningún aspecto esencial de la problemática general de tipo humano (el amor, la muerte, el tiempo…) o específicamente latinoamericana (explotación humana, saqueo de la riqueza por parte de las grandes corporaciones multinacionales, tiranías, represión, intolerancia, luchas insurgentes; aparente fracaso de las mismas; problemática subyacente en torno al concepto de identidad nacional, etc.) escapa a su incisiva mirada. Y lo hace con mecanismos relativamente novedosos. Abrevando en la rica fuente de la mejor literatura del siglo XX (especialmente la exacerbación neobarroca), le adiciona técnicas o recursos que encontró, revitalizó o consolidó la novelística de las últimas generaciones: la destrucción o relativización del discurso histórico oficial; la aplicación de diferentes formas de intertextualidad y la carnavalización del relato.
El Génesis en Santa Cariba representa un salto de calidad en la novelística de Julio Escoto. Rotas las trabas miméticas, el autor dejó que el lenguaje lo invadiera. Permitió que la imaginación careciese de cortapisas y se enrumbara por los más intrincados laberintos del idioma para elaborar una novela que, aunque desconcierte por no acomodarse a patrones racionales y de contención lingüística, trasciende la problemática hondureña y se planta, con soltura y pleno dominio del arte narrativo, en un mundo tan amplio como el Caribe: cruce de mundos, confluencia de culturas. Hervidero humano en construcción constante, en definición siempre inacabada de las líneas básicas de su propia Historia. Y, nadando contra corriente —más allá de tendencias de última generación que proscriben o minimizan el asedio de la realidad por parte del escritor—, reivindica la pervivencia y necesidad de la confrontación constante con la matriz social a la cual se pertenece. Uno de los tantos caminos en la ininterrumpida construcción de la nunca derrotada utopía.
10 de abril de 2009
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